domingo, 13 de julio de 2008

Ingrid no pasea por Guantánamo

Alejandro Ruiz

El periodista de la cadena televisiva de noticias Al Jazeera, Sami Mohieldin El Haj, ha pasado seis años y medio preso en la cárcel estadounidense de Guantánamo. Pocos se enteraron, no hubo grandes campañas publicitarias por su liberación. Su foto no estaba en la fachada de alguna alcaldía capitalina europea. Después de haber permanecido el mismo tiempo que Ingrid Betancourt privado de libertad, fue liberado a principios de mayo, sin cargos y sin juicio. “Disculpe fue un error, usted es inocente, no es un terrorista, se puede ir”, le dirían.

Este periodista de una televisora internacional no fue a Guantánamo en campaña electoral para que lo detuvieran y luego aparecer en las encuestas presidenciales.

Fue apresado en diciembre de 2001 –dos meses antes que Ingrid- mientras hacía un reportaje para la televisión Al Jazeera, en la frontera entre Pakistán y Afganistán, sobre la guerra de Estados Unidos contra los talibanes.

En una entrevista publicada en Rebelión el 10-07-2008 (traducida del francés por Caty R.), Sami Mohieldin El Haj narró a la redactora de la publicación suiza Le Temps, Caroline Stevan, sus penurias:

“En realidad me detuvieron y he estado en prisión tanto tiempo porque trabajaba para Al Jazeera y a los estadounidenses no les gusta la forma en que esta cadena cubre los acontecimientos”.

“Durante estos seis años y medio en prisión me interrogaron más de 200 veces”.

“Estábamos aislados, maltratados y sin ningún derecho, ni siquiera a la huelga de hambre (…) me hincaban tubos por la nariz para obligarme a tragar enormes cantidades de alimento que me provocaban vómitos y diarreas. Y durante ese ‘tratamiento’, me ataban a una silla de forma que me resultaba imposible moverme. También nos impedían dormir, dejaban la luz encendida todo el tiempo, nos metían en celdas heladas, nos envolvían en banderas estadounidenses e israelíes, pisoteaban el santo Corán, nos desnudaban y además nos humillaban sexualmente”.

Sami ahora usa bastón porque “me obligaron a saltar del avión durante un traslado a la prisión de Bagram y se me rasgaron los ligamentos de la rodilla”.

A diferencia del periodista de Al Jazeera, a Ingrid no la interrogaron, salvo las preguntas rutinarias al momento en que se apareció en un campamento de las FARC durante su campaña presidencial, el 23 de febrero de 2002. No es que estuviera de vacaciones, pero nunca le hundieron la cabeza en agua para interrogarla, ni le colocaron descargas eléctricas en su cuerpo. Tampoco la golpearon con una guía telefónica en los oídos para que dijera algo.

Durante su cautiverio, Ingrid realizó dos huelgas de hambre, por unos días, como protesta y porque no le gustaba mucho la comida de los campesinos, y nadie la obligó a comer haciéndola vomitar. Dormía tanto que tenía un reloj de pulsera con alarma para despertar a las 11 de la noche los sábados para escuchar la radio hasta las 4 de la madrugada, nadie se lo impedía. Nunca la obligaron a envolverse en una bandera de las FARC ni ha cantar su himno. Nunca los guerrilleros pisotearon la Biblia para humillarla. Nunca podrá decir que la desnudaron o humillaron sexualmente, porque mentiría descaradamente.

Ingrid no puede mostrar una sola lesión física, ni en sus brazos ni en sus piernas ni en su cara ni en sus cuidadas uñas, porque nunca la torturaron, a pesar de lo que diga en CNN con Larry King. Cuando mucho, algún pequeño rasguño al caminar por la maleza.

Ingrid Betancourt jamás podrá relatar –sin mentir- ni la cuarta parte de lo que se vive en las cárceles del gobierno colombiano o en la cárcel de Guantánamo.

También explica el periodista de Al Jazzera, el sudanés Sami Mohieldin El Haj, que el único contacto con su familia eran cartas que recibía por mediación de la Cruz Roja Internacional, “a menudo con seis meses de retraso, a veces dos años”.

Sami no podía escuchar radio para recibir mensajes de su mamá, de su esposa o de su pequeño hijo, todos los sábados.

En Guantánamo, “sigue habiendo 269 personas encerradas allá. Algunas se han vuelto locas”, concluye Sami.

Ahora bien, “inexplicablemente” ninguna presidenta ha propuesto a Sami para el Premio Nóbel de la Paz. El papa Benedicto XVI no le ha pedido una audiencia para “cuando su agenda se lo permita”. Ningún parlamento le ha otorgado una medalla al mérito. Los productores de Holliwood no le han llamado para hacer una película de su historia.

Mucho menos figura en las encuestas para ser presidente de su país. ¿Qué pasará que a Sami no le ha ido tan bien como a Ingrid?

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